A menudo cuando nos enfrentamos al fallecimiento de alguien, con una edad mayor de los 45 o 50, nos encontramos con frases muy recurrentes en tono en apariencia reflexivo, que nos debiese llevar a “recordar y asumir” de una vez por todas la fragilidad de la vida, asumiendo que no lo hemos hecho todavía. Podemos hacer, un listado larguísimo de esos “clichés” filosóficos, psicológicos y culturales, recopilación que podríamos hacer en otra instancia y que de seguro da para una buena investigación. Por otro lado, cuando fallece alguien más joven, las frases tienden a mantener el espíritu, pero son distintas en su sentido o con otro tono si usted quiere. Logramos establecer en todo caso, que esa cantidad de frases dichas en velorios y funerales representarían una comprensión al menos mayor y más clara de que con la muerte convivimos desde que nacimos y no solo a partir de “cierta edad”.
Sin embrago y dentro de todo, hay una frase en especial que me motivó a escribir esta reflexión (simple sin ningún otro afán) aparte además que estoy próximo a cumplir 50 años (paso el aviso) “Tenía toda una vida por delante” y en su versión de adulto en camino a ser mayor “Tenía una vida hecha”. Tanto usted como yo hemos sido testigo en primera o segunda línea de pérdidas cercanas como la de un compañero de generación colegial al mes de haber salido de Cuarto Medio, un abuelo, una tía, sus padres, un buen amigo, etc. Y de otras personas no tan cercanas pero conocidas con las que algún lazo existe. En mi caso una de las situaciones más complejas refiere al fallecimiento de exalumnos, exalumnas y/o sus padres, como ocurrió hace poco, un muchacho de 44 años al que le hice clases cuando yo tenía 23 y llevaba un año recién en la vida pedagógica, y por cierto no ha sido el único caso.
No deja de intrigarme la frase “Tenía una vida hecha”, como si el sentido de esa afirmación estableciera que ya era suficiente o la que prefiero asumir como un juicio cercano a una suerte de virtud “tenía una vida construida”, “admirada” por sus logros culturales u otro tipo de valoración que algunas generaciones atribuyen a conceptos como la “estabilidad”.
Pronto cumpliré 50 años y no siento que “mi vida esté hecha” con suerte he logrado tener un poco más de certezas que cuando tenía 22, ¿debo sentirme listo y preparado? Para nada, estos días más que nuca he reflexionado sobre la cantidad de cosas que me gustaría hacer y como hacerlas, es imposible no sentirme “digno de seguir descubriendo el mundo”, la vida no está hecha ni siquiera cuando estemos listos para jubilar. ¿Por qué llegar a los 50 es un hito tan importante? ¿Qué hay detrás de eso? ¿Es asumir con sabiduría que se nos acaba el primer tiempo? Me niego, total y absolutamente: me niego, y no es que le tenga miedo a la muerte, e ningún caso, es que disfruto tanto viviendo, más allá de los dolores, fracasos, frustraciones y errores (de los que ha habido muchos) pero vivir es más profundo que todo eso. No podemos reducir la vida solo a metas cumplidas o no, cuando hablamos de vivir hablamos de otro tipo de riqueza y perspectiva, hablamos de un modo de ser, de hacer y de convivir, de algo profundo que está relacionado con la felicidad, pero no esa felicidad de libro que le dice casi como una receta (de las tantas que se venden hoy de como ser mejor persona, trabajador productivo e incluso como hacer amigos) de esas desechables y livianitas que le venden la idea de con pequeñas cosas usted es feliz, pues NO, esas pequeñas cosas pueden dotar de un poco de sentido o dar placer y alegría momentánea, pero lo otro refiere a algo que mueve a seguir respirando, les dejo este texto de regalito, que seguro interpreta de mejor forma lo que traté de escribir acá de Albert Camus, libro Bodas. Dele una vuelta, seguro le llamará la atención
“Aquí comprendo lo que llaman gloria: el derecho a amar sin medida. Sólo hay un amor en este mundo. Estrechar un cuerpo de mujer es también retener contra sí esta extraña alegría que desciende del cielo hacia el mar. Dentro de un momento, cuando me arroje a los ajenjos para hacerme entrar su perfume en el cuerpo, tendré conciencia, contra todos los prejuicios, de realizar una verdad que es la del sol y será también la de mi muerte. En cierto sentido, lo que aquí juego es mi vida, un sabor a piedra ardiente, llena de suspiros del mar y las cigarras que comienzan a cantar ahora. La brisa es fresca y es azul el cielo. Amo esta vida con abandono y quiero hablar de ella libremente: pues me da el orgullo de mi condición humana. A menudo me han dicho, sin embargo, que no hay de que gloriarse. Sí hay de qué: este sol, este mar, mi corazón brinca de juventud, mi cuerpo con sabor a sal, y la inmensa decoración en que la ternura y la gloria se dan cita en el amarillo y el azul. A conquistar esto debo aplicar mi fuerza y mis recursos. Todo aquí me deja intacto, nada mío abandono, ninguna máscara revista: me basta aprender pacientemente la difícil ciencia de vivir”
Cristian López Pérez
Profesor de Filosofía